Thursday, June 6, 2013

EL ULTIMO CARTUCHO

German Merino.

EL ULTIMO CARTUCHO.
(Arica, 7 de junio de 1880)
Sobre una humilde mesa de madera, a la luz esquiva de un lamparín de kerosén, Francisco Bolognesi, jefe de la plaza militar de Arica, escribía una carta a su esposa:
“Esta será, seguramente una de las ultimas noticias que te lleguen

de mi. Los días y las horas pasan como golpes de campana trágica que se esparcen sobre este peñasco engrandecido por un puñado de patriotas que tiene su plazo contado y su decisión de pelear sin desmayo en el combate para no defraudar al Perú.
¿Qué será de ti, amada esposa? Tu, que me acompañaste con amor y santidad. ¿Qué será de nuestros hijos que ya no podré ver en el hogar común? Dios va a decidir este drama en que los políticos que se fugaron y los que asaltaron el Poder tienen la misma responsabilidad. Unos y otros han dictado, con su incapacidad, la sentencia que nos aplicará el enemigo. No pidas nada para ti ni para mis hijos, para que no se crea que mi deber tuvo un precio”.
Después firmó la carta, se abrochó la polaca, entregó el sobre cerrado al subprefecto de Arica, colgó del cinturón sable y revólver y se dirigió a su puesto de mando, en las baterías del Morro, para escribir con sangre la pagina más bella de la historia del Perú.
Un veterano.
Bolognesi tenia 64 años, cabellos blancos, corta estatura y la tez sonrosada propia de un hombre que nunca conoció el insomnio de los remordimientos. Había terminado su carrera militar sin que el lodo de la corrupción ni la sangre del asesinato llegaran a manchar su gastado uniforme de coronel. Disfrutaba de un honroso retiro cuando la Guerra del Salitre se abatió inesperadamente sobre el Perú, la dispendiosa República sudamericana que había derrochado cuarenta millones de libras esterlinas en ferrocarriles, fiestas y exposiciones.
Desmovilizado el Ejército,en quiebra los Bancos, casi desarmado el Perú, Bolognesi se presentó con su viejo uniforme en el cuartel de Santa Catalina a las tres de la tarde del cinco de abril y no pidió, exigió un puesto en la primera línea.
Como Comandante de la 3º División, Bolognesi combatió en la dura campaña del Sur. Dos protagonistas destacan en la batalla de Tarapacá, única victoria peruana: el joven Cáceres y el viejo Bolognesi. Mientras Cáceres conducía en una interminable carga cuesta arriba a sus soldados procedentes del Cuzco y Puno, Bolognesi, resistía en la quebrada con dos batallones de ayacuchanos y arequipeños al famoso regimiento chileno 2º de Línea. Cuando Cáceres, después de perder casi la mitad de su gente, tomó a la bayoneta el cerro Tarapacá y empezó a cortar la retirada de los chilenos, el viejo pasó también al ataque, acuchilló al enemigo, incendió las trincheras del 2º de Línea y le tomó prisioneros, banderas y artillería.
La derrota.
La guerra, técnicamente hablando, estaba perdida.
Muerto Grau, el Perú no tenía ya una marina de guerra. El Presidente boliviano Hilarión Daza había desertado frente al enemigo. Los principales bancos de Lima se habían declarado en quiebra; previamente, -como se demostró más adelante- los accionistas habían exportado a Inglaterra y los Estados Unidos ingentes capitales en moneda y plata sellada. Cinco Ministros de Economía fracasaron sucesivamente en la imposible tarea de ordenar las finanzas del Estado.
Para colmo, la discordia civil, -vieja calamidad nacional- se había hecho también presente: pradistas y pierolistas no tardaron en disputarse a balazos el dudoso privilegio de gobernar la República. A fines de diciembre de 1879, mientras el Presidente Mariano Ignacio Prado viajaba al extranjero con el declarado propósito de comprar armas, una guerra civil de tres días entregaba la presidencia a su peor enemigo, Nicolás de Piérola. El rico departamento de Tarapacá, objetivo militar y económico de la guerra, estaba ocupado por Chile, que en tres batallas sucesivas había destruido al ejército del Perú. Un consorcio de tenedores de bonos y acreedores del Perú organizado en Londres negociaba ya con Chile, nuevo posesionario de los yacimientos. El 26 de mayo, Chile destruyó al ultimo ejército peruano en la cura batalla de Tacna.
La respuesta de Bolognesi.
En tales condiciones, el cinco de junio de 1880 Francisco Bolognesi recibió al parlamentario Juan de la Cruz Salvo, un oficial del ejército chileno que, hablando en nombre de los seis mil quinientos hombres y sesenta cañones que rodeaban la plaza, pedía la capitulación y ofrecía la vida.
El oficial chileno explicó la absoluta, abrumadora superioridad en hombres y materiales de sus fuerzas. El general Baquedano, como una deferencia ante la enérgica actitud de la plaza, ofrecía una capitulación honrosa. Ni siquiera serían hechos prisioneros. Si los peruanos capitulaban, -dijo- podían ser todavía útiles a su país, retirarse a Puno o Arequipa con armas y bagajes.
La respuesta de Bolognesi ha entrado para siempre en la historia: “tengo deberes sagrados que cumplir y los cumpliré hasta quemar el último cartucho”. Consultó después a sus oficiales. Moore, el marino que había perdido la “Independencia”, Inclán, veterano oficial de carrera que hacía de la disciplina una religión, Ugarte, el millonario tarapaqueño convertido en coronel improvisado, todos compartieron la decisión heroica de su jefe: Arica sería defendida contra toda esperanza.
Bolognesi cumplió su palabra, al precio de la vida.
No lo hizo solo. Con él murieron, mártires voluntarios del amor a la Patria y la disciplina militar, casi todos los oficiales y las cuatro quintas partes de la tropa que defendió Arica.
La epopeya de Arica.
El puerto de Arica estaba precariamente fortificado por hileras concéntricas de sacos de arena que rodeaban el Morro, último reducto. Pesados cañones instalados al principio de la guerra apuntaban al mar y protegían al puerto contra cualquier agresión de la flota chilena. Pero la ciudad no estaba adecuadamente fortificada para un ataque por tierra: la escasa guarnición tuvo que defenderse casi a pecho descubierto.
La batalla de Arica duró casi tres horas y fue una defensa encarnizada, tenaz, sangrienta: los defensores retrocedían palmo a palmo, dejaban una posición para reagruparse en otra, se iban concentrando cada vez más débiles, cada vez menos numerosos, en la cumbre del Morro, donde se escenificó el último episodio.
Caídos casi todos los jefes, el viejo Coronel peleó como un joven soldado y murió con las armas en la mano en el minuto final de la batalla. Tal es la imagen del héroe que ha rescatado para la historia el cuadro de Lepiani. Así lo recordamos: un anciano herido, rodeado de enemigos, que en el último instante de la vida encuentra todavía las fuerzas necesarias para erguirse sobre el suelo empapado en sangre y disparar, cumpliendo su palabra, el último cartucho.
El contenido moral.
La epopeya de Bolognesi y sus compañeros es acaso el más alto timbre de gloria que registra la historia del Perú: su contenido moral rebasa todas las limitaciones pragmáticas.
En el abismo sombrío de la derrota, la memoria de los héroes de Arica se levanta como una estela de luz brillante y pura; esos hombres decidieron inmolarse para que, por encima del dolor y la vergüenza, el Perú pudiera un día volver a levantarse como Nación. Querían que su sacrificio sirviera para levantar el espíritu de los peruanos por encima de la invasión, la mutilación nacional y la derrota. Como ya lo adelantaba el almirante Montero en sus instrucciones escritas al jefe de la plaza: “la defensa, como estertor de la muerte, conmovió hasta las últimas fibras del corazón de la Patria”.
Lo consiguieron.
Si el Perú no se balcanizó después de la derrota del Pacífico, si la nuestra siguió siendo una Nación por encima de la crisis política, económica y moral que trajo consigo la invasión chilena, fue porque ningún peruano se hubiera atrevido jamás a renegar de la bandera por la que había muerto Bolognesi.
Desde entonces, y a lo largo de las generaciones posteriores, los jóvenes del Perú nunca debimos inclinar la cabeza cuando tuvimos que estudiar la historia infausta de la Guerra del Pacífico. Para ellos -para nosotros- esa derrota nunca estuvo desprovista de gloria y de consuelo, porque nos dejó a todos el derecho a reconocernos como compatriotas y herederos de Francisco Bolognesi.
Han pasado los años, tal vez las heridas de la guerra han cicatrizado. Tal vez no.
Pero cuando cae la noche sobre el Peñón de Arica, cuando la neblina acaricia las viejas y derruidas fortificaciones, cuando un peruano melancólico se acerca a ese lugar que el sacrificio ha santificado, es posible todavía adivinar entre la bruma el fantasma del viejo coronel, erguido y desafiante, aferrado al enorme Pabellón que no quiso rendir y en cuya defensa dio la vida.

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