Tuesday, May 14, 2013

LEONIDAS EN LAS TERMOPILAS

German Merino V.

LEONIDAS EN LAS TERMÓPILAS.
(Grecia, siglo IV A. de C.)
Leonidas, Rey de Esparta, contempló el enorme ejército persa que tomaba posiciones de combate y comprendió que atacarían al amanecer.
Examinó con orgullo la inscripción que había mandado grabar en la enorme peña que coronaba el desfiladero de las Termópilas: “viajero, si vas a Esparta, cuenta que aquí hemos muerto trescientos de
sus hijos, para cumplir sus Leyes”. Después, compartió con sus soldados un austero banquete funerario: “mañana –les dijo- cenaremos con Plutón”.
La noción de Patria.
Leonidas y sus compañeros son los primeros hombres de quienes se puede afirmar que murieron por la Patria. Los asirios, egipcios, persas y en general todas las civilizaciones que hegemonizaron la sociedad antigua antes del florecimiento de Grecia y su maravillosa cultura, ignoraban la noción de Patria como sociedad organizada, acreedora a la obediencia y lealtad colectivas.
Los griegos fueron los primeros en comprender que el hombre, como integrante de una colectividad política, tiene con ella un conjunto de derechos y obligaciones. Las sociedades pre- helénicas estaban integradas por súbditos; los griegos, en cambio, eran ciudadanos.
La Nación griega estaba integrada por numerosas polis, pequeñas Ciudades–Estado gobernadas por sus propios ciudadanos. Fue en las polis donde apareció el concepto de Patria. Seis siglos antes de la Era Cristiana, el griego Europeles escribía “patria es la ciudad donde hemos nacido, aquella en la que murieron nuestros padres, la misma donde hemos procreado a nuestros hijos y cuya tierra ha de cobijar nuestras cenizas”.
Las polis o ciudades griegas eran democracias esclavistas.
Los ciudadanos, hombres libres y poseedores de derechos cívicos, participaban en el gobierno a través de Asambleas; no pagaban impuestos, ya que su única obligación era defender la ciudad en tiempo de guerra y gobernarla en tiempo de paz. Comerciantes, artesanos y extranjeros asimilados pagaban pesados impuestos para vivir y negociar en el territorio de la polis.
En la base de la pirámide, los esclavos sostenían con su trabajo a todo el edificio social.
Gobernadas por clases dirigentes lúcidas, defendidas por sus propios ciudadanos–soldados, aisladas entre el Mar Egeo y los Montes de Tesalia, las polis helénicas prosperaron mediante la agricultura, la manufactura y el comercio.
Un indómito amor a la libertad, una tenaz vocación por el razonamiento abstracto y un compromiso permanente con el arte y la belleza caracterizaron a la cultura griega, cuyos ciudadanos disfrutaron de una libertad política y un nivel cultural que la civilización occidental no pudo alcanzar hasta el siglo XVIII de la Era Cristiana.
Esparta.
La pequeña polis de Esparta era, antes que todo, una colectividad militar.
Poco numerosos relativamente, los ciudadanos de Esparta tenían que precaver, de manera permanente, una posible sublevación de sus numerosos esclavos, los ilotas. En tiempo de guerra, más de la mitad de los ciudadanos debían permanecer en la polis para controlar a los esclavos y así, los contingentes militares espartanos eran forzosamente pequeños.
Obligados a compensar el reducido número de sus tropas con la máxima eficiencia militar, los gobernantes espartanos sometieron a sus ciudadanos a un entrenamiento permanente y a una férrea disciplina. Sujetos desde niños a severas privaciones físicas y pruebas morales, los espartanos se educaban en la más estricta obediencia. Su lenguaje debía ser lacónico, de pocas palabras. Desdeñaban el lujo, la gastronomía y el arte. Vivian organizados en fratrías o fraternidades militares, cuyos integrantes se dedicaban, incluso en tiempo de paz, a practicar ejercicios físicos y recibir entrenamiento bélico.
Las fratrías de los espartanos no admitían a mujeres, pero éstas eran dueñas absolutas de la vida familiar y disfrutaban de una amplia libertad sexual.
El deber de toda mujer espartana era procrear hijos aptos para la guerra: cada año, en ceremonias especiales, el Estado premiaba a las madres más prolíficas. Tocaba a las madres entregar a sus hijos el escudo que llevarían al campo de batalla, con ésta indicación solemne: “volverás con él, o sobre él”.
Las madres de los guerreros muertos eran veneradas, pero las madres de los cobardes eran objeto del desprecio colectivo.
El Rey.
Los espartanos eran gobernados por un Rey o “Basileis” sujeto a la Asamblea de los ciudadanos. La principal responsabilidad de un Rey de Esparta era comandar el ejército.
En campaña, su autoridad era absoluta. El Rey tenía derecho de vida o muerte sobre todos los integrantes de su ejército. Sólo él podía decidir el momento y el lugar oportunos para empezar una batalla. Pero un Rey de Esparta no podía ordenar la retirada, bajo pena de muerte. Una vez iniciado el combate el Rey no tenía otra alternativa que vencer o morir. También bajo pena de muerte, ningún guerrero espartano tenía derecho a retroceder cuando el Rey peleaba, bajo ninguna circunstancia. El desprecio general, el vergonzoso apodo de “tembloroso”, la privación de todo derecho político e incluso la muerte esperaban al espartano que regresaba vivo de una batalla perdida.
Así, cuando Jerjes, Rey de Persia conminó a las polis de Grecia para que le entregaran “la tierra, el fuego y el agua” y se sometieran a su despótico poder, todas las polis helénicas comprendieron que había llegado la hora de defender la libertad y confiaron el mando del ejército griego unificado a Leonidas, Rey de Esparta.
La invasión.
Jerjes era llamado el “Rey de Reyes”.
Dos siglos antes su antepasado, Ciro, había empezado a conquistar el mundo. Desde los desolados altiplanos del Asia Menor, los pobres pastores persas iniciaron un proceso de expansión militar que los condujo a dominar Caldea, Asiria, Babilonia, Palestina y Egipto. Después de vencer a los fenicios, hebreos, hititas, bactrianos, asirios, y caldeos, los persas edificaron un imperio que se extendía desde la India hasta el Mediterráneo.
Los historiadores contemporáneos estiman que el ejército que Jerjes condujo hasta Grecia estaba integrado por unos trescientos mil hombres.
Leonidas, que disponía de unos diez mil soldados, se atrincheró en el desfiladero de las Termópilas, un estrecho pasaje entre la montaña y el mar, donde su ventajosa posición compensaría la superioridad numérica del enemigo.
Durante cuatro días, los furiosos ataques persas se estrellaron inútilmente con la firme defensa de los griegos, ventajosamente posicionados en la montaña. Pero Jerjes recurrió a la traición: a cambio de una gran suma de dinero, el dorio Efialtes le indicó una ruta secreta, desde donde los persas podían atacar por la espalda las posiciones de los griegos.
La Epopeya.
Leonidas, comprendiendo que la batalla estaba perdida, ordenó a sus aliados y a la mayor parte de sus propios soldados espartanos que evacuaran la posición ya comprometida. Para morir con él, escogió a sus mejores amigos, a los integrantes de su propia fraternidad militar, a los más altos dignatarios del Estado y a los miembros de su familia.
Se negó a rendirse: “los soldados del Rey de Persia son tan numerosos que sus flechas oscurecen la luz del cielo” le dijo el embajador persa Mardonio. “Mejor, así pelearemos a la sombra” contestó Leonidas.
Antes de la batalla final todos vistieron sus mejores galas y se equiparon con sus armas más lujosas. Mandaron tallar en las Termópilas un orgulloso mensaje dirigido a la Eternidad y después disfrutaron de un banquete funerario.
A la mañana siguiente, todos murieron luchando. Leonidas fue de los primeros en caer, pero los sobrevivientes siguieron peleando hasta el fin, alrededor del cadáver de su jefe. Cuando se quebraron las lanzas, pelearon con espadas y puñales, incluso con los puños, hasta que todos murieron. Nadie se rindió.
El camino a la Grecia Continental quedaba abierto para el Rey de Persia. Pero la heroica hazaña de Leonidas y sus compañeros desmoralizó a los invasores y catalizó el patriotismo helénico. Seis meses después, los griegos, dirigidos esta vez por generales atenienses, sorprendieron e incendiaron a la flota de Jerjes en la bahía de Salamina.
Siglo y medio más tarde el griego Alejandro, Rey de Macedonia conquistó el imperio persa. La gloriosa cultura helénica, en cuya defensa habían muerto Leonidas y sus compañeros, alcanzó así la hegemonía universal.

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