GERMAN MERINO V.
LA REVOLUCIÓN DE CARNAVALES.
(Lima, 1939)
La cuarta década del siglo llegaba a su fin.
En
el Perú, gobernaba con puño de hierro el prestigioso mariscal Oscar R.
Benavides. Llamado al poder después del asesinato de Sánchez Cerro,
Benavides puso presos a toda clase de revoltosos y
sindicalistas,
resolvió el conflicto fronterizo con Colombia, redujo el presupuesto,
mandó construir carreteras y organizó una eficiente policía política
para liquidar al APRA.
En 1936, después de derrotar 17
insurrecciones apristas, Benavides prorrogó su propio mandato por tres
años adicionales y nombró Ministro de Gobierno a su hombre de confianza,
el general Antonio Rodríguez Ramírez.
El APRA en las catacumbas.
Todos
los líderes apristas de la primera hornada estaban presos o desterrados
y el propio Haya de la Torre tuvo que asumir la conducción del partido.
Organizó una nueva estructura partidaria, integrada por
conspiradores jóvenes y resueltos como Armando Villanueva, Julio
Cárdenas, Carlos Delgado y Luis Felipe de las Casas, que imprimían
clandestinamente "La Tribuna", repartían volantes y hacían estallar por
la noche inofensivos petardos de dinamita para mantener un clima de
zozobra e insurrección.
Fue una sórdida lucha que duró tres años:
austero, cruel, disciplinado e incorruptible, Rodríguez Ramírez presidía
los arrestos, ordenaba los interrogatorios, autorizaba personalmente
las torturas. El APRA respondía a cada allanamiento con un nuevo petardo
y apenas la policía lograba descubrir una imprenta clandestina, el
partido montaba otra vieja y destartalada máquina para editar La
Tribuna, el “pan caliente” de la clandestinidad.
A fines de 1938,
Rodríguez Ramírez parecía estar ganando la partida: el Comité aprista de
Trujillo estaba desbaratado, su jefe Manuel Arévalo había sido
asesinado, diecisiete escondites partidarios habían sido allanados,
cuatrocientos cincuenta militantes se pudrían en la cárcel, el dinero
escaseaba y una facción disidente, dirigida por el cajamarquino Nazario
Chávez Aliaga quería ya pactar con Benavides.
Pero el temible Ministro era espiritista.
Haya
de la Torre supo de alguna manera , que el general Rodríguez Ramírez,
hombre de confianza de Benavides, se reunía todos los jueves, en una
joyería de la calle Lezcano, con un grupo esotérico dedicado a
comunicarse con seres del otro mundo.
El hombre de acción del
partido, Jorge Idiáquez, propuso secuestrar al Ministro o, aun más
fácil, ponerle una bomba bajo el auto; pero Haya de la Torre era un
político hábil y decidió que Rodríguez Ramírez, Ministro de Gobierno,
valía más vivo que muerto.
La conspiración de los espíritus.
El
eficiente aparato clandestino del APRA no demoró en infiltrarse en la
logia espiritista: en noviembre de 1938, el propio jefe del partido
asistía, convenientemente disfrazado, a las sesiones.
Los apristas
lograron convencer al "médium": puesto que así lo deseaba, el general
Rodríguez recibiría mensajes del otro mundo. Mediante una escenografía
cuidadosamente montada, los conspiradores convencieron a Rodríguez
Ramírez que próceres como Castilla, Bolognesi y Cáceres veían en él a un
futuro redentor del Perú. Los supuestos fantasmas explicaron al crédulo
general que Benavides era un dictador y el Perú necesitaba un gobierno
democrático.
Una noche de enero, el Ministro recibió un mensaje
espiritual procedente del propio Simón Bolívar: debía reunirse con el
jefe del APRA en una casa cercana al bosque de Matamula; juntos debían
terminar con la dictadura, convocar a elecciones y establecer un régimen
democrático. Rodríguez debía acudir solo y desarmado, manejando su
propio vehículo: era una orden del general Bolívar. El general no demoró
en iniciar largas, difíciles conversaciones con el aparato clandestino
del apra.
Al fin, una madrugada de febrero, Haya de la Torre vio
transponer la puerta de su escondite al Ministro de Gobierno, solo y
desarmado; comprendió entonces que la Conspiración de los Espíritus se
había convertido en realidad. Los dos hombres no tardaron en ponerse de
acuerdo: Rodríguez tomaría el poder, devolvería la legalidad al APRA y
convocaría a elecciones. Para sí mismo, el general no pedía nada:
volvería a servir en el Ejército.
Los detalles del golpe de Estado
eran sencillos: Rodríguez Ramírez tomaría Palacio en la madrugada del
domingo de carnavales, mientras Benavides disfrutaba de su habitual
paseo por mar. Las tropas estaban a órdenes del Ministro. Cuando Haya de
la Torre le sugirió asegurarse el control de la compañía policial de
ametralladoras que custodiaba Palacio de Gobierno, el general no ocultó
una sonrisa: que ocurrencia, el jefe de esa compañía era su ahijado, el
mayor Rizo Patrón. Ni siquiera sería necesario avisarle. Rizo Patron
estaría con ellos.
De ese modo, en la madrugada del 19 de febrero de
1939, el general Antonio Rodríguez Ramírez vistió su uniforme, se armó
con una pistola calibre 6:35, tomó un cartapacio con nueve Decretos
Supremos listos para la firma y se dirigió a Palacio de Gobierno para
cumplir su cita con el Destino.
Asesinato político.
En el asiento
trasero de un automóvil Hispano-Suiza estacionado en la calle
Pescadería, Víctor Raúl Haya de la Torre fumaba un cigarrillo Lucky
Strike para amortiguar la tensión y abreviar la espera: dentro de unos
minutos entraría en la Casa de Pizarro. Pero en el Patio de Honor de
Palacio de Gobierno, el mayor Luis Rizo Patrón revisaba un pesado
fusil-ametralladora ZB-30 y esperaba el momento oportuno para disparar.
Lima,
perezosa ciudad de doscientos cincuenta mil habitantes, despertaba de
mala gana, después de la turbia noche de aquel sábado de carnavales.
Terminaba la fiesta en el Hotel Bolívar, las panaderías empezaban a
vender, los tranvías iniciaban a desgana su rutina matinal. La ciudad
estaba llena de tropa, pero el pobrerío de Santoyo, Cocharcas y Malambo
igual se preparaba para seguir el cortejo de la Reina del Carnaval.
A
las siete de la mañana, el golpe de Estado era un hecho, el gobierno
había sido derrocado y casi tres mil soldados controlaban la ciudad en
nombre del nuevo Jefe Supremo, General Antonio Rodríguez Ramírez. El
Director de la Penitenciaría no salía de su asombro: se le ordenaba
poner en libertad a todos los presos políticos que el propio Rodríguez
había mandado encarcelar como Ministro de Gobierno. No lejos, en la
calle de La Rifa, los canillitas asediaban las puertas de “El Comercio”:
el número no salía a la venta, los redactores del diario se negaban a
publicar el Comunicado Oficial que devolvía la legalidad al partido
aprista.
Pero el mayor Rizo Patrón, enérgico y ambicioso, había decidido jugarse el todo por el todo a favor de Benavides.
A
las ocho de la mañana, mientras el flamante Jefe Supremo escuchaba el
Himno Nacional en el Patio de Honor de Palacio, Rizo Patrón disparó a
boca de jarro veinte balas calibre 7.62 que fulminaron al nuevo
gobernante, al alférez Lucio Valladares y al guardia Serafín Salazar.
Después asumió el mando e hizo transmitir un radiograma al Mariscal
Presidente: Su Excelencia podía regresar a Lima, Rizo Patrón garantizaba
el orden.
Entonces Jorge Idiáquez Ríos –secretario, chofer y
guardaespaldas de Haya de la Torre - encendió el motor y el auto se
perdió a toda máquina por Carabaya y la Plaza San Martín: el aprismo
volvía a la clandestinidad, porque la Revolución de Carnavales había
fracasado.
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