EL SEÑOR DE LOS MILAGROS
Por German Merino Vigil.
El “bastonero” encabeza la cuadrilla:
moreno, alto, robusto, viste de morado y camina con solemnidad. Cada
diez pasos, golpea el suelo con su bastón de madera forrado en plata y
grita: “Paso a nuestro Amo y Señor”.
Detrás, los cordeleros: también vestidos de morado, forman una cadena humana alrededor de las andas
conducidas por los cargadores, que aplastados bajo el peso de casi
cinco toneladas de plata, madera y lienzo, caminan lentamente al compás
imperioso que marcan los mayorales.
La cuadrilla - inmensa cuña de color morado- abre una brecha en el mar humano, morado también, que acompaña la procesión.
En la periferia, los fieles:
Medio millón de personas orantes, afligidas, consoladas, sudorosas y
agotadas, piden un milagro, el perdón de algún pecado, la curación de
alguna enfermedad, o el eterno descanso para un difunto querido; cumplen
una tradición entrañable heredada de los abuelos y que se transmitirá a
los nietos; muchos caminan de espaldas para no perder de vista la
imagen.
Cada año es más difícil distinguir en el lienzo -rodeado de
exvotos y ofrendas, cubierto de flores- la figura sombría del Dios
moreno bañado en sangre, clavado en una cruz, atrozmente martirizado,
trazada por un pintor anónimo hace más de trescientos años.
Envuelto en nubes de humo, acompañado por la música marcial y fúnebre de
una banda militar, precedido por sacerdotes que entonan cánticos
gregorianos, el Señor de Los Milagros recorre las calles de Lima,
celosamente custodiado por la Hermandad de Cargadores, virtual
aristocracia religiosa que, desde hace tres siglos, mantiene intacto el
centenario ritual de la procesión: “Paso a nuestro Amo y Señor”.
Las
sahumadoras agitan incensarios; los penitentes se desplazan de
rodillas; las mujeres llevan mantillas sevillanas; los hombres, grandes
cirios de cera morada; desde balcones primorosamente decorados, los
guitarristas entonan canciones criollas en homenaje al Señor; una lluvia
de flores y papel picado cae del cielo de Lima, ceniciento en octubre,
mes morado.
Pachacámac.
Pachacámac, "aquel que mueve al mundo”
era la más importante divinidad de la cultura yunga. Su santuario o
huaca se hallaba unos veinticuatro kilómetros al sur de Lima.
La
historiadora María Rotworowski de Diez Canseco , en su minucioso estudio
sobre el tema, explica que Pachacámac tenía entre sus atributos el de
ser Señor de los Temblores, poderoso domador de las temibles sacudidas
sísmicas que asolan periódicamente la costa peruana.
Se creía que
el menor movimiento de su cabeza podía desatar un temblor. Un temible
prestigio rodeaba la huaca, cuyos sacerdotes profetizaban en nombre de
la divinidad. El culto a Pachacámac adquirió una amplia difusión en todo
el territorio. Dominada la costa por los Incas, Pachacámac mantuvo su
condición de centro religioso y oracular.
En 1534 la huaca de
Pachacámac fue destruida por los españoles. Enérgico y poderoso señor,
hermano del conquistador y mayorazgo de la familia, Hernando Pizarro,
como lo relata en su Carta a los Oidores de la Audiencia de Panamá, no
temió: “enfrentarme, como español, al mesmo Diablo y ansí, entré sólo en
su Mezquita y mandéla destruir”.
El señorío de Pachacámac fue desarticulado después de la conquista y transformado en Encomienda..
Sincretismo.
El sincretismo -conciliación de sistemas diferentes- es una concepción
filosófica. El llamado sincretismo religioso está considerado por los
antropólogos como “fenómeno universal necesario para el establecimiento
de nuevos cultos”. Mediante el sincretismo, una nueva divinidad asume
los atributos de su antecesor, al que reemplaza y con el cual en cierta
manera se identifica. La implantación del cristianismo en la ciudad de
Roma -cuando los templos de los dioses paganos fueron dedicados a los
santos y mártires de la nueva religión- fue un caso típico de
sincretismo.
Hernán González, encomendero de Pachacámac, destinó
para el servicio de su casa en Lima a 24 indios de su encomienda. Para
vivir, les asignó un viejo galpón ubicado en una de sus huertas y el
lugar recibió el nombre de Pachacamilla, diminutivo castellano que
significa pequeño Pachacámac.
Como todo español pudiente, González
poseía esclavos negros. Se generó, de ese modo entre los indios de
Pachacamilla, -superficialmente cristianizados- y los negros animistas
del encomendero, una vinculación, una suerte de alianza: los esclavos,
ante los movimientos telúricos tan frecuentes en Lima, unieron sus
plegarias a las de los mitayos.
El Cristo Morado.
Fueron
negros, habitantes de Pachacamilla, quienes fundaron una cofradía en el
lugar. Uno de ellos pintó la imagen de Cristo en una pared de la ermita
donde se reunían los cofrades. Era un Cristo de piel oscura, martirizado
y sufriente.
El primer milagro se produjo en 1665. El terremoto de
ese año destruyó la ermita, pero la pared con el Cristo moreno quedó
intacta.
El milenario culto al Señor de los Temblores se extendió
así a todos los africanos de Lima y muy pronto a los mestizos y blancos
pobres, habitantes del antiguo barrio del Cercado.
Según el
sacerdote e historiador jesuita Rubén Vargas Ugarte, ese nuevo
movimiento religioso no estaba dirigido por un sacerdote. Tal devoción
clandestina suscitó pronto las suspicacias del Arzobispado de Lima, que
en 1671 ordenó la destrucción de la imagen.
El segundo milagro se
produjo cuando los albañiles contratados por el Arzobispo no pudieron
echar abajo la vieja pared. Entonces las autoridades religiosas
cambiaron de actitud: en 1681, una Real Cédula autorizó la construcción
de una capilla “destinada al culto del Cristo de los Milagros”, en el
solar de Pachacamilla.
Después del terremoto del 20 de octubre de
1687, el Arzobispo de Lima autorizó la primera procesión del Señor de
los Milagros; con ese objeto se mandó confeccionar una copia en lienzo
del Cristo pintado en la pared.
En 1753 se imprimió en Lima una
relación de los milagros atribuidos al Cristo de Pachacamilla y el Papa
Benedicto XIV autorizó que la imagen saliera en procesión cinco días al
año, para pedir al Señor que librase a la ciudad de los temblores. El
terremoto del 28 de octubre de 1746 -relata Vargas Ugarte- incrementó la
fe en el Cristo de los Milagros, considerado como “especial abogado
contra los temblores”. Se fijó entonces como fecha principal del culto
los días 28 de octubre de cada año.
El 28 de octubre de 1771 todas
las corporaciones de la ciudad, reunidas en la plaza mayor proclamaron
al Cristo de los Milagros como “Patrón Jurado de esta ciudad contra los
temblores de que es amenazada”.
El Mes Morado.
En Lima -y en casi todo el Perú-, octubre es el Mes Morado.
El criollismo, entendido como una manifestación cultural antes que
geográfica del nacionalismo peruano, cobra particular intensidad en
octubre, tiempo de comer anticuchos y turrones, de cantar valses, de
practicar la bohemia, de ir a las corridas de toros, de tomar “pisco
sour”. No por casualidad, en octubre se celebra el “Día de la Música
Criolla”. En octubre murió Lucha Reyes, acaso la más popular intérprete
de música peruana: la enterraron con hábito morado y al compás de las
guitarras.
Pero octubre es, antes que todo, tiempo de venerar al
Señor de los Milagros. Se le llama también Cristo Morado, Cristo Moreno,
Señor de las Maravillas, Cristo de Pachacamilla.
La intensa y
mayoritaria devoción popular se ha extendido a todos los sectores de la
sociedad y ha trascendido las fronteras en brazos de la emigración, sin
perder su carácter nacional. En Miami, en Buenos Aires, en Toronto, en
Ciudad de México, dondequiera que se reúne un grupo de peruanos, se
forma una Hermandad del Señor de los Milagros y se celebra, en octubre,
una procesión morada.
La devoción al Señor de los Milagros
representa, así, la unidad y la síntesis de los diferentes componentes
étnicos y culturales que integran la nacionalidad peruana. Su origen se
halla en la herencia indígena fecundada por un pasado milenario, que
floreció en el Perú bajo el influjo una Fe nacida en Palestina.
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