Friday, May 17, 2013

LA EMBOSCADA

German Merino Vigil

LA EMBOSCADA.
(Cajamarca, 1532)
En el terrible minuto previo a la matanza, un silencio total congeló la plaza: Valverde regresaba, con el libro sagrado entre las manos. En su litera, el Inca se preparaba para dar órdenes. No cabía duda: el combate era inevitable. La masa de guerreros que rodeaba la litera imperial asumió la actitud propia de

una tropa que se prepara.
Pedro de Alconchel, trompeta, se llevó a la boca el instrumento; Hernando de Soto, capitán de caballos, sofrenó por última vez al fogoso animal que la víspera había fascinado al Inca y su cortejo; Lucas Martín Vegazo aferró con decisión la partesana: había llegado el momento; Francisco Pizarro, gobernador, capitán general y adelantado hizo la señal convenida y entonces Pedro de Candía, artillero, aplicó la mecha a uno de los dos falconetes de la expedición .El primer disparo de artillería, el marcial sonido de la trompeta, la primera carga de caballería, iniciaron, esa tarde de 1532, el episodio decisivo de la conquista del Perú.
El Inca
Fue una emboscada meticulosamente preparada, pero el Inca no cayó en ella por ingenuidad. También Atahualpa había decidido arrestar aquel mismo día a los extraños saqueadores, a los supuestos wiracochas. Para eso justamente los había dejado entrar sin mayor resistencia hasta una de las ciudades fortificadas de su reino. Siguiendo cuidadosamente las etapas de su largo itinerario a través de la costa y la sierra, los había esperado cautelosamente, rodeado de un ejército numeroso y veterano, en el lugar previamente elegido: Qashamalca.
Experimentado estratega, Atahualpa consideraba que los blancos no tenían retirada posible.
El Inca bien podía permitirse el juego del gato y el ratón con aquellos hombres extraños, barbudos, desarrapados, que montaban extraños animales y presumían de grandes guerreros. Se interesó en las evoluciones del caballo, agasajó a los visitantes con chicha, envió saludos al jefe de los cristianos y una vez a solas con su gente, decidido a imponer la más severa disciplina antes del inevitable combate, ordenó la muerte inmediata de algunos orejones que habían mostrado despreciable pánico ante las evoluciones del caballo.
Después impartió sus órdenes: marcharían lentamente, en un bloque compacto. Cubrirían con su masa impresionante la distancia que separaba los Baños de la fortaleza y una vez allá, amarrarían a los extranjeros. Recomendó no maltratar a los caballos: serían muy útiles cuando su gente aprendiera a manejarlos.
Los castellanos habían pasado la noche en vela, cansados y temerosos pero decididos.
Eran unos ciento sesenta hombres armados, en su mayoría hidalgos, pero también comerciantes y artesanos que mantenían un compromiso relativo con Francisco Pizarro, adelantado, gobernador y capitán general, pero en verdad jefe tan sólo de la pequeña partida de extremeños y trujillanos vinculados con lazos de parentela y clientelaje a la poderosa familia de los Pizarro de Extremadura.
Los cuatro hermanos Pizarro, sus aliados y servidores reclutados en Extremadura y algunos funcionarios designados por el Rey, conformaban el núcleo de la expedición. Veteranos de los primeros viajes descubridores, Hernando de Soto, Sebastián de Belalcázar, Cristóbal de Mena, comandaban pequeñas partidas reclutadas y financiadas por ellos mismos, sujetas a su mando directo. También Pedro de Candía mandaba la artillería y una reducida tropa de marineros griegos. Los hombres de a caballo constituían una estructura aparte, disfrutaban de mayor preeminencia social y recompensas más considerables que las asignadas a los peones, los hombres de a pie.
Los más pobres, a quienes de ningún modo se puede considerar soldados de infantería, se consideraban a sí mismos hombres libres y se les hubiera injuriado ofreciéndoles un jornal como a los mercenarios alemanes o suizos.
No estaban solos.
Los seguían indios nicaraguas habituados a luchar por los españoles en las guerras del Istmo de Panamá, aliados tallanes que servían de guías, espías, intérpretes y sirvientes, diez o doce “perros de guerra”, mastines de gran tamaño, adiestrados para taracear rápidamente la garganta del enemigo y, en fin, unos sesenta valiosos caballos de batalla, acorazados y adiestrados para el combate.
No tenían intención de regresar. Sabían que el vencedor de la jornada sería el dueño del Perú y sus riquezas. Comprendían además que no había retirada posible: volver a la lejana base de San Miguel, donde habían desembarcado meses antes, atravesar las sierras verticales y el desierto insaciable con aquel enorme ejército a sus espaldas, era imposible. Mejor combatir mañana, vencer o morir. Algunos, admite el cronista, “se orinaban de miedo”.
Pero todos se dispusieron al combate y revisaron sus armas con el rigor propio del veterano que se dispone a encomendar su vida al buen filo de su espada. Después escucharon la Misa con fervor y se encomendaron a la protección de Santiago, Patrón de España, hombre de armas como ellos.
El requerimiento
El diálogo entre Atahualpa y el dominico Fray Vicente de Valverde ha fascinado a historiadores, antropólogos y novelistas. Mitad inca y mitad español, Garcilaso dedica largas páginas a reconstruir esa conversación, la más dramática en la historia de Sudamérica.
Atrapado en sus propias contradicciones, nos dice que el buen sacerdote quería explicar, que el buen Inca quería entender, que no pudieron comunicarse por las intrigas del intérprete Felipillo, un plebeyo que quería destruir el Imperio. Pero el propio Garcilaso reconoce que muchas de las palabras empleadas por Valverde no tenían traducción posible al quechua.
¿Fue Valverde un sombrío fanático que realmente se creyó enviado de Dios?. ¿Se consideró agraviado por la profanación de su Libro Sagrado?. ¿Fue el suyo, por el contrario, un gesto teatral destinado a enardecer a los cristianos?.
Parece poco probable.
Pizarro y sus hombres estaban ya suficientemente motivados para el combate por el oro que brillaba en los atuendos del Inca y su séquito. Valverde sabía muy bien que los indígenas no tenían la menor idea del cristianismo. Su actitud fue, pues, el cumplimiento de un formulismo administrativo, el Requerimiento.
Farragoso documento elaborado por teólogos y juristas, el Requerimiento era una formulación teórica destinada a justificar la conquista. El Requerimiento explicaba como por la autoridad del Papa y de la verdadera religión, el Inca debía someterse a Carlos V, Rey de Castilla y convertirse al cristianismo: “de no ser asi, yo os protesto haceros todo el daño que pudiere,....”.
Valverde le habló al Inca de un Dios crucificado pero vivo, dividido en tres personas; de un emperador que no era Hijo de Dios, de un Papa que sin ser Dios ni Rey daba órdenes en nombre del primero; le mandó cambiar su religión, en la que era a la vez Dios y Rey, para someterse a nuevas leyes que le mandaban derogar las propias.
El diálogo era imposible.
Algunos cronistas dudan del episodio de los Evangelios arrojados al suelo, pero todos concuerdan en que, una vez cumplido el Requerimiento, Valverde dio la espalda al inca, corrió hasta donde estaban los españoles y los llamó al combate: “Salid, que yo os absuelvo”.
La matanza
Pizarro y sus hombres corearon el viejo grito de guerra de Castilla: “Santiago y cierra España” . el Gobernador salió a la plaza entre el humo y el fragor de la pólvora, seguido por un grupo de combatientes a pie, y se dirigió resueltamente a las andas de Atahualpa.
Los españoles eran sin duda la mejor infantería de su tiempo; endurecidos por ocho siglos de lucha contra los moros eran austeros, valientes y tenaces. Habían aprendido a combatir a pie, sabían detener a la caballería con el arcabuz y la pica, formados en batallones cerrados que llamaban “tercios”. Con esa táctica, habían derrotado y hecho prisionero pocos años antes, en Pavía, al Rey de Francia.
Un español acorazado, protegido por un casco de acero y armado con una larga espada toledana de dos filos, era prácticamente invulnerable para los guerreros del Inca, apenas protegidos por corazas de cuero o algodón prensado y armados de cortas hachas de cobre, lanzas de madera y primitivas macanas.
Casi todo el combate se desarrolló alrededor de las andas imperiales, cuerpo a cuerpo; las numerosas tropas del Inca, empeñadas en rescatarlo, se obstaculizaban mutuamente en la plaza relativamente estrecha.
Los de a caballo actuaron en la periferia, rodeando el campo de batalla para impedir toda posibilidad de retirada y alanceando a los indios que querían acudir en socorro de su Señor. “Muchos indios tenían ya cortadas las manos y con los hombros sostenían las andas, que no les aprovechó el esfuerzo, porque todos fueron muertos”, cuenta el capitán Mena.
“Se metían otros de refresco luego a sustentar las andas, y de esta manera estuvieron un gran rato, forcejeando y matando indios” dice Pedro Pizarro, sobrino del Marques.
Su hermano Hernando, el verdadero jefe de la familia, rinde un involuntario homenaje al estoico heroísmo de los orejones en su famosa Carta a Los Oidores: “los que traían las andas y los que venían alrededor de él, nunca lo desampararon, más bien todos murieron, hasta el último, al pie de su Señor”.
Jerez, que fue secretario de Pizarro en la jornada de Cajamarca, explica que cuando la caballería regresó a la plaza, la sangre empapaba “hasta los corvejones de los caballos".
Cuando terminó la matanza, Atahualpa era prisionero de Pizarro y los españoles se reunieron en la plaza para dar gracias a Dios por la victoria. Entonaron, según su ritual, el Te Deum Laudamus: “Te alabamos, Señor......".
Esa misma noche, siguiendo una de las más viejas prácticas de la guerra, los vencedores tomaron posesión de las mujeres de los vencidos: las violaron en los edificios de piedra empapados de sangre y llenos de cadáveres. Cansados de matar, cumplieron su rito sexual no sólo en procura del placer físico sino como testimonio material de su increíble victoria.
Así nació la raza.
Desenlace
Atahualpa vivió aún en Cajamarca casi un año, como prisionero de Pizarro. En ese lapso, aprendió algunos usos de los vencedores y en especial el ajedrez, gobernó un poco su Imperio, se dio tiempo para ordenar la muerte de su hermano Huáscar y negoció su rescate: un cuarto de oro y dos de plata.
Los codiciados metales llegaron en largas caravanas desde los más remotos confines del Imperio, sobre llamas de carga y más a menudo sobre las agotadas espaldas de los esclavos yana, servidores del Inca…miles de estatuas, de vasijas, de ollas que a menudo los conquistadores rompían en pedazos para reducir el volumen y aumentar así el monto del rescate.
Después decidieron matarlo.
Lo juzgaron por idólatra, por incestuoso, por asesino de su hermano Huáscar, por usurpador del Imperio, por oponerse a la legítima conquista del Perú, por no aceptar la autoridad del Rey Católico, por apropiarse del oro y de la plata del rescate. Lo mataron, en fin, porque necesitaban su muerte para poder repartirse el botín sin compartirlo con otros conquistadores que venían desde lejos, buscando también su parte en el masivo saqueo del Imperio.
El oro y la plata del rescate incentivaron el proceso de acumulación de capital en Europa. Con ingenuo orgullo, Garcilaso cuenta que después de la conquista el precio de los bienes de consumo se multiplicó veinte o treinta veces en Castilla. Aquella fue la gran inflación europea, primera etapa de la Revolución Industrial y el sistema capitalista.
Así empezó la historia

geminno@gmail.com

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